Liz Truss ha tirado la toalla. A las 14.30 de este jueves, hora peninsular española, la primera ministra del Reino Unido comparecía ante las puertas de Downing Street para anunciar su dimisión tras solo 44 días en el cargo. Se ha convertido así en la jefa de Gobierno más breve en toda la historia del Reino Unido. “No puedo cumplir el mandato para el que me eligieron. He anunciado al rey mi decisión de dimitir”, ha afirmado. La todavía primera ministra ha acordado con la dirección del Partido Conservador que seguirá en el puesto hasta que se elija un sustituto a lo largo de la semana que viene, el tiempo que se han dado para buscar una solución a la crisis desatada. Junto a la lista de posibles candidatos dispuestos a competir por el liderazgo, la sorpresa ha surgido cuando el entorno de Boris Johnson ha indicado que el ex primer ministro se plantea participar en este proceso de primarias aceleradas, convencido de que es el único que retiene la legitimidad de su victoria electoral de 2019, y el único capaz de cambiar la mala racha de los conservadores.
La oposición de laboristas y liberal-demócratas se ha apresurado a reclamar nuevas elecciones frente al propósito de los tories de elegir nuevo primer ministro. “El Partido Conservador ya no tiene un mandato para seguir gobernando”, ha dicho el líder laborista, Keir Starmer. “La ciudadanía británica merece tener voz a la hora de decidir el futuro del país, y poder comparar el caos creado por los tories con los planes de la oposición para salir de este enredo”, ha añadido. Se sumaba a la petición de adelanto electoral la ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, que lo consideraba “un imperativo democrático”.
En su mes y medio en el cargo, Truss había logrado tener en su contra a la mayoría de sus diputados —incluso aquellos que la respaldaron durante las primarias del pasado verano—; a los mercados; al Banco de Inglaterra y a las principales instituciones económicas del país y prácticamente a toda la opinión pública del Reino Unido. A pesar de haber dado marcha atrás a su histórica rebaja de impuestos, valorada en más de 60.000 millones de euros, que amenazaba con provocar un insostenible agujero en las cuentas públicas. A pesar de haber echado con cajas destempladas a su amigo y aliado, el ministro de Economía Kwasi Kwarteng, para sustituirlo por el moderado Jeremy Hunt. Y a pesar de haber pedido perdón a los diputados conservadores y al electorado británico. Pese a todo esto, los días de Truss estaban contados.
Se había convertido en una primera ministra vacía de contenido, sin programa que defender, incapaz de comunicar eficazmente la labor del Gobierno y enfrentada completamente con su grupo parlamentario. El fiasco de la votación del miércoles sobre una moción-trampa de la oposición laborista terminó de agravar las cosas. Zarandeos, empujones y gritos entre los diputados tories, obligados a votar en contra de su voluntad sobre un asunto tan polémico como el fracking para demostrar su lealtad con un Gobierno que se deshacía minuto a minuto.
Antes de anunciar su dimisión, Truss se reunió con Graham Brady, el diputado responsable de organizar las mociones de censura internas o la convocatoria de nuevas primarias. Brady prometió reglas claras para la elección del nuevo primer ministro. Participarán los diputados y los afiliados, ha dicho. Pero dado el plazo limitado que se han impuesto para buscar un reemplazo —y el miedo de muchos tories a una batalla larga y cruenta entre las bases—, todo sugiere que hay algo de mensaje implícito en sus palabras. Si el grupo parlamentario es capaz de dar con un candidato de consenso —solo uno—, evitará cualquier competición y, en consecuencia, la necesidad de consultar a los afiliados.